Contradicciones, idealizaciones y otras yerbas de la clase media argentina

lunes, 28 de septiembre de 2009


El homenaje en el 17º Festival de Poesía de Rosario y la reedición del clásico ensayo Veinte años de poesía argentina 1940-1960 (Editorial Mansalva), publicado originalmente en 1968, plantean una excusa impostergable para redescubrir la lúcida mirada del gran poeta y escritor desaparecido durante la última dictadura militar.

Nuestra clase media, a partir de 1945, va aceptando con resignación paulatina y generalmente por miedo o por indiferencia, el fenómeno político que se presenta ante sus ojos. Es una espectadora que ve diluir pasivamente la eficacia de los partidos políticos tradicionales, a los que, por otra parte, no se atreve a apoyar con su voto, aunque en alguna medida pudieran representarla. Presencia, consecuentemente, el desgaste de los dirigentes liberales a los cuales más o menos respetaba; de todas formas no se atreve tampoco a reconocer esta decadencia, esta caducidad de sus ídolos y tiende a reprimir tanto certidumbres como evidencias. Tiene miedo y vergüenza; se siente culpable, y este sentimiento, en alguna medida, se apoya en sus titubeos e indefiniciones; no darse por enterado es la fantasía; ir tirando y aprovechar las “boladas” que se vayan presentando y que obligan a vivir con desdén el aumento del sueldo, la Caja de Previsión Social, el privilegiado bono para adquirir el automóvil. Caído el peronismo, la clase media abomina rápidamente de él; lo comienza a llamar dictadura, surgen los seudohéroes protagonistas de historias –posturas épicas, como descolgar un retrato o voltear el busto que presidió la oficina durante casi una década– de lo que por un tiempo se llamó pomposamente “la resistencia”; también hubo víctimas ciertas, como en todos los regímenes argentinos sin excepción. Las actitudes pretenciosas, claramente “medio pelo”, se difunden en la clase y la consecuencia más evidente es el desprecio a la “chusma” que apoyó a Perón; esa misma “chusma” –es bueno recordarlo–, se había resentido también en virtud del desprecio, cuando en los albores del peronismo la oscura “chusma” rural, los “cabecitas negras”, los “veinte y veinte” llegaron de “tierra adentro” tentados por la ciudad y sus mejores condiciones de trabajo; entonces fueron tratados altaneramente por todos, incluso por sus hermanos de clase, los integrantes de la “chusma” urbana porteña. Caído Perón, el resentimiento impide comprender al peronismo, aceptar lo que se había ignorado o reprimido durante tanto tiempo: era una mancha negra y repugnante; una debilidad, un estigma que sería necesario olvidar o ir derivando a través de los inevitables chivos emisarios. El peronismo era el “Mal” y la revolución “libertadora” era el “Bien”, al decir de Jorge Luis Borges, que de esta manera tan poco rigurosa dio su versión –por cierto generalizada, latente– del asunto. Recién un año después –fines del 56, principios del 57–, los sectores más inquietos de la clase media comienzan a replantear el problema y siguen a Frondizi en su propósito –propósito aparente, según luego pudo verse– de no prescindir de la clase obrera en la vida política nacional. De todas formas esta clase seguirá marginada con Frondizi y sus eventuales sucesores; la clase media, pese a sus euforias y entusiasmos ocasionales, reiniciará una vez más su camino de decepción y sus sectores más inquietos elaborarán penosamente su frustración izquierdizante, la última carta –ya jugada– de una alternativa reformista. Pero ni Frondizi ni sus antecesores o sucesores despiertan el miedo de lo que se llamó el “terror peronista” –es bueno recordar que en cuanto a represión, la máquina policial se ha ido perfeccionando progresivamente–; tampoco es necesario aguantar las impertinencias de los obreros envalentonados, los peligros de un desplazamiento de clases o de una fusión (...).

Coincidiendo con la iniciación del proceso político y social que desencadena el peronismo, también en el año 45 –como ya señalé– comienzan a actuar los movimientos renovadores en el terreno literario que, al parecer, habían cesado en el año 1927 cuando desaparece la revista Martín Fierro. Lo más importante que se produce en los años posteriores a esta desaparición –es decir, en los tiempos de la década infame– es la revista Sur y la generación del 40 que, como también ya señalara en la primera parte de estos apuntes, no logran producir renovaciones de interés; es más, la rebeldía es fagocitada por el oficialismo. A partir de 1945 –el año del primer 17 de octubre–, se rompe el statu quo, con el grupo de pintores y poetas que agrupa primero la revista Arturo, luego la Asociación de Arte Concreto Invención; más tarde serán los grupos de poetas invencionistas y surrealistas. Los hombres que integran estos grupos y operan en estas modificaciones, que significaron no sólo un afán de renovación sino un larval enfrentamiento con el oficialismo, con todo lo que esto implica, pertenecen en su mayoría a la clase media; son de una generación posterior a la elite que controla la universidad y la literatura oficial y se diferencia de ellos por su oscura, poco consciente tal vez, resistencia a representar el pensamiento liberal; más bien tratan, un poco irracionalmente, de transgredirlo. Es que no sólo entraba en quiebra esta ideología o, mejor dicho, se convertía en algo netamente reaccionario, sino que una mentalidad reformista, en el fondo complaciente, veía con alarma que entraba en los últimos tramos –tramos aún no agotados, tramos que aún incluso pueden demandar años–. También el populismo y, con él, el tango cerrando un ciclo, pero con todos los honores, con toda la dignidad y el interés que pueden suscitar los poemas de Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo, entre otros.

Así implícita e insensiblemente, los intelectuales van reaccionando contra su propia clase y contra su ideología y decadencia; la cosa empezó con un enfrentamiento con el oficialismo, suscitado a su vez en una necesidad de expresión, casi se diría, de aire para respirar. Pero a pesar de este progresivo proceso, a menudo estos poetas tampoco pueden desembarazarse de sus limitaciones de clase. Así aparecen contradicciones, idealizaciones frente a algunos cambios como la Revolución Libertadora o el frondizismo, a menudo la prescindencia política, el miedo. Es que el pasaje de una ideología a otra, de una clase a otra, de una actitud política a otra, los irá colocando frente a la dicotomía reformismo o revolución, que para el caso también podrá ser enunciada como frustración e injusticia –con su consecuente mala conciencia– o revolución. Los cambios y los riesgos, incluso personales, que esto supone, demoran el pasaje, incluso la toma de conciencia –aún inconclusa– que es penosa y lenta. Es indudable que la falta de madurez política y social de estos jóvenes no ha facilitado las cosas, pero cabría preguntarse quiénes eran los poseedores de esa madurez. Los partidos tradicionales de izquierda seguramente no, tampoco sus huestes populistas, ni los estudiantes deslumbrados junto con aquellos partidos por figuras como las de Braden, por más aliado de los rusos y enemigo de los nazis que haya sido él y su país en aquellos años en que terminaba la Segunda Guerra Mundial. Tampoco hubo claridad después en los grupos de izquierda segregados u opuestos a esos partidos tradicionales, ni en los más recientes que hasta ahora sólo han ocasionado frustraciones y desastres. Todavía no hay acuerdos en el pensamiento de izquierda, que no atina a encontrar los caminos de la liberación. Mal existiría esa claridad entonces. Ni siquiera cuando el peronismo haya cumplido prácticamente su ciclo aparecerá con los grupos más lúcidos, como aquel que dio forma a la revista Contorno.

Es que la lucidez, en estas épocas oscurantistas que viven nuestros países latinoamericanos, no es una prenda de fácil obtención. Se va logrando de a poco, costosamente a veces, con precios muy altos, vidas incluso; cuesta mucho colocarla en un punto que suponga un cambio de la realidad. Aceptando esto, son previsibles las ingenuidades en las que incurrían los surrealistas hace cerca de 20 años; las contradicciones de los invencionistas. En sus publicaciones se ven así convivir afirmaciones ciertamente contradictorias: “Queremos la humanidad a la altura de la poesía”. “El juicio final será ante la poesía”, “la poesía hacia la humanidad que la iguale” o, por el contrario, “la poesía ya no es una actividad aparte, para que ella tenga sentido, para que cumpla una función cultural, debe estar inscripta en el metabolismo de una humanidad que busca un desarrollo en formas superiores de convivencia”. Es decir, por un lado debe integrarse en un proceso humano que busca formas superiores de convivencia y, por otro, esa misma humanidad debería igualarla, pese a que humanidad y poesía parecían estar empeñadas en una misma tarea; además a la poesía se le atribuye una categoría superior, ya que ante ella deberemos rendir cuentas en el último juicio; también debemos aspirar a obtener su nivel, su estatura; así es frecuente la idealización del poeta: “Que el poeta debe establecer su curva y atravesar el tiempo plasmando su transcurso; que el poeta es una especie de ejemplar rescatado del caos y del mito para comprender el universo en sus propias condiciones”. Todo esto tiene cierto tufillo, cierta ampulosa petulancia típica del rastacuerismo que ejerce nuestra clase alta y que fascina a nuestra emulante clase media. Los surrealistas también impregnan sus ropajes con este tufillo, huelen tan mal como sus entonces adversarios. Además incurren en ingenuidades también propias de su clase; como pauta de esto puede tomarse el odio que le tienen –le tenían– a las antologías, cosa que en sí me parece saludable dado el uso y el destino que ellas tuvieron –tienen– en nuestro país, meras armas –en la mayoría de los casos– del oficialismo. Pero el frenesí que depositan en este odio hace pensar que intentan concentrar allí otros odios; o que, al concentrarlos, hacen perder amplitud y profundidad a esa capacidad de odiar; la reducen y amenazan en convertirla en trivial; la poesía burguesa suele ser nefasta en la medida en que esta clase puede serlo; sus antologías no son otra cosa que la manifestación parcial de su politiquería y de sus artimañas en el terreno de la difusión cultural, que consecuentemente responden, son secuelas de toda una política más general, de todo un modo de vida, una concepción.

Tanto “intervencionistas” como surrealistas tienden a resistirse a tomar posiciones públicas por los años de reemplazo –1955– de un gobierno por otro. Estos poetas, pese a sus improntus –el episodio Guatemala ya citado, por ejemplo–, no se han librado de la sujeción a su clase, que nunca se cansa de llenarse la boca, de espetar, que puede prescindir, que recomienda “no meterse”, entre otras cosas y sobre todo, en política; viven estas contradicciones, estos tirones entre los signos de una clase que los paraliza y una lucidez paulatina que los espolea, sin todavía producir una síntesis, sin encontrar un resultado que les ayude a trascender las zonas de tinieblas. Así, lo que dicen suele no ser demasiado homogéneo con lo que escriben, y esto con lo que proclaman. Estas contradicciones, este movimiento oscilatorio entre el desarrollo de una conciencia y el atavismo, ocasiona que los surrealistas adopten una casi total prescindencia política; los invencionistas, que actuaron políticamente en el 45 hasta ser desplazados del oficialismo de izquierda, se han alejado de toda actividad; los que no actuaron evitan hacerlo. No obstante no hay un decrecimiento de la preocupación política en ellos, ya que en 1954 publican el ya citado y socorrido cuaderno de poemas que titularon Guatemala, al que tanto recurro, porque publicar eso, en ese momento y a pesar del apoyo diplomático que brindaron México y nuestro país al gobierno de Arbenz, era fijar una posición; porque en esos años había una política para la Cancillería y otra para el Ministerio del Interior que, aunque mantuvieran una coherencia de fondo, una comunidad de objetivos que no es el caso analizar aquí, parecían actuar independientemente. Una vez caído el peronismo, con el triunfo de la Revolución Libertadora, el grupo Poesía Buenos Aires –en alguna medida el órgano de expresión del invencionismo y de sus evoluciones– vuelve a tomar posición a través de dos artículos: “Poetas de subsuelo”, de Raúl Gustavo Aguirre, y “Para una libertad en vigencia”, de Edgar Bayley. En ellos se atacan algunos –los más evidentes– elementos negativos del peronismo, pero no se tiene demasiada claridad –insisto aquí, esta falta de claridad sobre ese asunto era bastante común entonces– de lo que el peronismo significó; recién hoy comienzan a verificarse la verdadera amplitud, los límites reales del movimiento. También hoy puede reconocerse la precariedad de estas tomas de posición de nuestros poetas.

En 1957, los intelectuales y artistas de casi todos los sectores –salvo los reaccionarios que siempre los hubo y en abundancia–, como consecuencia de esa latente y creciente politización, apoyan la candidatura de Arturo Frondizi; lo hacen de diversas maneras y muchos ejercen una verdadera militancia. Era difícil que no comenzara a abrirse una coincidencia política ante las rotundas experiencias que, en este terreno, son vividas a partir de la caída de Perón y la sucedánea aunque rudimentaria observación de los hechos anteriores a esta caída, que fueron vividos bajo los signos de la obnubilación. En efecto, caído el peronismo, cada integrante de la clase media –los poetas sociales no escapan a este origen en su gran mayoría– empezó a hacerse cargo de lo blando, o evasivo, o esquemático, o desaprensivo que fue durante más de diez años. Había que ganar tiempo, había que actuar y Frondizi era la gran oportunidad –la gran fantasía– que el destino brindaba para redimirse.

Cuando Frondizi echa por tierra las esperanzas –peregrinas por cierto– de desarrollar un gobierno nacional y popular, con un programa de izquierda, los poetas e intelectuales se repliegan o tratan de conservar pequeñas posiciones en el gobierno, o caen en una especie de justificada desesperación; la clase media, una vez más, no sabe qué le conviene hacer. Pero esta vez el peligro parece ser detectado antes por los intelectuales y artistas: se habría producido un progreso. La producción poética se enriquece, en tanto, al incorporar esas experiencias –ilusiones y fracasos– que ayudan a la embrionaria y paulatina claridad que va despuntando en sus autores, sin que por esto decline la jerarquía que sin duda había alcanzado en esos años a través de un severo uso del oficio. El rigor crítico y la vigilancia formal en este campo específico serían de este modo fortalecidos por la experiencia vivida con inseguridad e insatisfacción durante esos años. Consecuencia de esta incorporación es la característica más abierta, menos forzada, de la producción poética posterior a esas crisis políticas. Esa poesía posterior al frondizismo es a lo mejor menos pretenciosa, pero más tangible, más concreta, más convincente no en el sentido de seducción, sino de conexión; en la medida en que se mueve con mayor seguridad, con mejor solvencia. Pareciera que tiende a alcanzar un equilibrio, una integración entre posiciones estéticas e ideológicas; se advierte que ambas no eran, no tenían por qué serlo, no suponían, posiciones excluyentes; tampoco castraban la libertad creadora.

La nueva poesía que crece entre nosotros, dentro de un proceso más general de conformación de una conciencia transformadora, tiende a procurar un lenguaje propio que nace justamente de un ejercicio compartido de la realidad, y tal vez de una necesidad de objetivarla –darle una forma– designándola, incorporándola al poema y, por tanto, signando nuestra cultura. No excluyo la posibilidad de que una falta de perspectiva me impida ver demasiado claro. Sin embargo parece configurarse una poesía que, aunque marcada por los movimientos europeos, no está sometida por ellos, aunque siempre, con mayor o menor intensidad, subsistió entre nosotros, hasta nuevo aviso, un condicionamiento de esta índole. Claro que una cosa es sentirse complacido con la situación y otra muy distinta, no aceptarla. En una palabra, esta poesía elige no ser epígona, reniega de una de las tácitas premisas oficialistas. No por eso se propone enajenarse de su contexto, sino que se preocupa por expresar aquello que nos concierne; por obtener una forma propia de expresión, social y artísticamente legítima. Se abastece en un espíritu de liberación que excede los contenidos estrictamente poéticos.

criticadigital.com

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