La muerte del general Lavalle y el destino de su cadáver

domingo, 25 de octubre de 2009


Fuente: Josué Igarzabal, Reflejos del pasado, Círculo Militar, Buenos Aires, 1964.

Después de la derrota sufrida en Famaillá el 19 de septiembre de 1841, el general don Juan Lavalle mandó ensillar, y con los 200 hombres que le quedaban se retiró hacia Jujuy.

Al llegar a Salta conoció a Damasita Boedo, hermana del coronel Boedo, una hermosa joven rubia, de ojos azules, que no llegaba a los 25 años de edad, y, enamorado de ella, se la llevó en su retirada.

En la madrugada del 7 de octubre hizo alto sobre el río Sauce, desde donde destacó al comandante don Pedro Lacasa hacia Jujuy, llegando él ese mismo día por la noche. En Jujuy encontró que las autoridades habían fugado hacia la quebrada de Humahuaca, dejando acéfalo el gobierno.

A las 02.00 horas del día 8, el general Lavalle hizo acampar a sus tropas en unos potreros de alfalfa en los suburbios de la ciudad, en el lugar llamado La Tablada.

El general llegó enfermo, después de una marcha de dieciocho leguas en quince horas al tranco, los disgustos del día y el abatimiento que se había apoderado de su espíritu al ver derrumbarse todas las posibilidades de seguir la lucha.

Ocupó una casa en la ciudad en la que había estado alojado el doctor don Elías Bedoya, en calidad de enviado del general la noche del 8 de octubre, con su secretario don Félix Frías, el teniente don Celedonio Álvarez con ocho hombres de su escolta y su ayudante Lacasa, que era ese día el edecán de servicio; por supuesto que también iba Damasita con el general.

En medio del profundo silencio de la noche comenzó a despuntar el alba del sábado 9 de octubre de 1841. En la madrugada trágica, una partida federal con unos 30 hombres, al mando del teniente coronel Fortunato Blanco, llegó al paso de sus cabalgaduras cerca de la casa donde se alojaba Lavalle.

Al ruido, salió Damasita, e interrogada por el paradero de Lavalle, contestó que, efectivamente, habíase alojado allí, más que, en ese momento, se encontraba en el campo de La Tablada.

Cerróse la puerta de calle enseguida; Lacasa, que se hallaba durmiendo en la habitación de enfrente, ala derecha, en compañía de Félix Frías, se despertó y prestamente salió al zaguán, y por la puerta que no se había cerrado todavía alcanzó a divisar una partida de federales.

Rápidamente dio la voz de:

–¡A las armas!

Las huestes enemigas parecían completamente desorientadas y no aprovecharon la circunstancia favorable de hallarse abierta la puerta de calle.

Ignoraban, por otra parte, que en ella se encontraba el general Lavalle. Lacasa hizo poner de pie a los soldados que se encontraban en el patio y corriendo al fondo de la casa se dirigió al general para pedirle órdenes. No era Lavalle un hombre de intimidarse lo más mínimo por este suceso, y antes de tomar medidas, inquirió:

–¿Qué clase de enemigos son?

–Son paisanos –respondió Lacasa.

–¿Como cuántos?

–Veinte o treinta.

–No hay cuidado entonces; vaya usted, cierre la puerta y mande ensillar, que ahora nos hemos de abrir paso.

La puerta de calle fue cerrada con precipitación, lo que produjo aún mayor recelo en la fuerza enemiga, que viendo en ello una señal de resistencia, decidió echarla abajo por algún procedimiento.

Lavalle salió al segundo patio cubierto con una bufanda de vicuña, dado lo temprano de la hora y estado de salud. De valor personal, temerario y de acuerdo a su costumbre, no es extraño que se presentara en el momento de peligro sin ceñir su espada.

El acero que lo acompañó en las guerras de la independencia lo extravió su asistente en la batalla de Famaillá, por lo cual su secretario le obsequió una espada que fue la que le acompañó hasta su muerte.

Quería disponerlo todo por sí mismo con su arrojo y su intrepidez ante el peligro.

Pero ahora no se trataba de combatir con 97 granaderos contra 500 soldados enemigos, como en Río Bamba, o 100 contra 300, como en Pasco; ahora era una escaramuza, una especie de búsqueda policial inquiriendo de qué se trataba.

Al llegar a la siguiente puerta, que estaba cerrada, el general observó la partida por el ojo de la cerradura; en ese momento sonó un balazo..., luego dos más, tirados contra la fuerte y tosca puerta de cedro que guardaba la entrada principal de la casa. Este fuego sin dirección, hecho por la patrulla federal contra la casa, tuvo una virtud que ellos no soñaron. Una de las balas penetró por la cerradura e hirió mortalmente al general Lavalle, quien se dobló hacia adelante. La bala, que luego conservaría el general don Bartolomé Mitre como una reliquia, se alojó en su garganta.

La herida era mortal. El general cayó cerca del zaguán. Su sangre, que manaba en abundancia, empapó su bufanda de vicuña.

El autor de su muerte era un mulato llamado José Bracho, quien luego habría de conocerse entre algunos federales como el "héroe de la cerradura".

Lacasa, que había precedido a su jefe penetrando en la habitación, salió precipitadamente y encontró a Lavalle en el suelo en los estertores de la agonía. Luego quedó inmóvil, con los ojos abiertos hacia la puerta del zaguán que habría de ser famosa, y por donde su arrojo había pensado buscar la libertad en una arremetida audaz.

Nada podía ser más inesperado que el trágico fin del jefe que los había llevado a tantas batallas.

Algunos corrieron a incorporarse al grueso de las fuerzas que no lejos de allí estaban al mando de Pedernera, quien desde aquel momento tuvo que asumir el mando de las huestes, cada vez más diezmadas.

Estando en los preparativos para continuar la retirada, con el cadáver del general, se presentó Damasita al general don Juan Esteban Pedernera, quien al verla le dijo:

–Mire usted, Damasita: el general ya ha muerto; me parece por lo mismo que su presencia aquí ya no tiene objeto. Seguramente que usted desea volver al seno de su familia, y si esto es así, le haré dar todos los recursos necesarios para que usted regrese a su casa.

Pero ella, que era de un alma entera, replicó con admirable entereza:

–Señor general: cuando una joven de mi clase pierde una vez su honra, no puede volver jamás a su país. Prepáreme usted una mula para seguir yo también adelante, y vivir y morir como Dios me ayude.

En casa del general don Juan Gregorio de Las Heras, a los pocos días de la muerte del general Lavalle, se hallaban reunidos el general Deheza, el coronel De la Plaza y el general don Mariano Necochea. Al tener conocimiento de la tragedia, el último dijo:

–¡Pobre Juan! Los malos ejemplos de don Simón le habían trastornado la cabeza.

–El terreno estaba bien preparado –agregó otro de los presentes.

El cadáver permaneció bastante tiempo tirado en el suelo, hasta que el general Pedernera dispuso que fuese levantado.

Así cayó el bravo general don Juan Galo de Lavalle, el héroe de Río Bamba, el magnífico soldado de Nazca, el rey de los arenales de Moquehuá.

Su cuerpo inanimado fue colocado en su hermoso tordillo y la caravana triste y silenciosa comenzó su santa peregrinación hacia la catedral de Potosí, tras el jefe muerto, puesto a la vanguardia para evitar que cayese en poder de las fuerzas de Oribe, que lo ansiaban tenazmente para llevar su cabeza a Rosas.

A veinticuatro leguas de Jujuy, como la descomposición del cadáver del general dificultaba la marcha, dispusieron descarnarlo, y el coronel don Alejandro Danel practicó esta penosa operación.

Con el propósito de disecar mejor los huesos, fueron tendidos al sol sobre el techo de un rancho. Inesperadamente un cóndor descendió vertiginosamente de las nubes y apoderándose del cúbito del brazo derecho de Lavalle, remontó a las alturas.

Aquel cóndor, expresión de gallardía y fiereza de esos inmensos dominios solitarios y agrestes de la montaña y el espacio, tal vez quiso levantar en alto llevando y mostrando como trofeo el hercúleo brazo sableador del ínclito granadero de San Martín.

La caravana hizo 163 leguas. El 22 de octubre de 1841, a las 21:00, llegó a Potosí, siendo recibida por el presidente de Bolivia, quien dispuso que los restos del general Lavalle fueran depositados en la Catedral.

Damasita Boedo marchó con la caravana a Bolivia; llegó a Chuquisaca, y allí volviéronse locos los coyas más engreídos y retobados de amor por ella, y, conocedores de la aventura de que había sido objeto y por quien ahora peregrinaba sola en el extranjero, pretendieron reemplazar a Lavalle en la posesión de tan peregrina beldad. Pero no pudieron. La joven no había nacido para los coyas.

Un chileno cargó al fin con ella. Era Billinghurst, ministro plenipotenciario de Chile. Bajo su amparo pasó a Chile, donde vivió con el lujo y la holgura que le prodigaba su generoso amante; y lo que fue más tachable en ella es que regresó a Salta, punto de la tierra donde tan bizarramente había protestado ante el cuerpo del general Lavalle no volver jamás por culpa del muerto y causa de su deshonra.

Pero abandonó su juveni1 rubor, volvió a la tierra de los suyos, que había hecho votos de no volver; deslumbró e incitó la envidia por sus trajes riquísimos y sus chales de seda con que se paseó por las calles, se zarandeó por paseos y se arrodilló en los templos, resplandeciendo todavía al lado de sus sedas y sus joya su amabilísima hermosura.

Volvió a Chile, donde murió.

En 1858, los restos del general Lavalle fueron trasladados a la Capital, y actualmente descansan en el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires, y el epitafio de su tumba encierra el postrer y eterno homenaje del pueblo argentino:

"Granadero: vela su sueño y si despierta dile que su Patria lo admira."

1 comentarios:

  1. Anónimo dijo...:

    gracias me servio muchoooooooo

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