Una demanda histórica, por Fernando Groisman

lunes, 28 de diciembre de 2009


El pago de 180 pesos por hijo de trabajadores desocupados o desarrollando su labor en la informalidad, hasta un tope de cinco niños, fue una medida reclamada por diversas organizaciones sociales. Tiene un fuerte impacto en los niveles de ingresos de familias pobres.

Acaba de ponerse en marcha el pago de la asignación por hijo para aquellos niños y niñas pertenecientes a hogares que no estaban cubiertos por el régimen de asignaciones familiares precedente. Además de los evidentes efectos sobre los niveles de pobreza e indigencia, la concreción de esta medida tendrá un fuerte impacto en dos aspectos centrales que hacen al bienestar de las familias: la desigualdad y la variabilidad de los ingresos de los hogares. Precisamente, la concentración de este beneficio en los hogares de menores recursos permite suponer que la generalización de este programa contribuirá a la reducción de la brecha social entre ricos y pobres. Por otra parte, la regularidad mensual en el pago de la asignación y el compromiso de sostener ese beneficio hasta la mayoría de edad de los niños ayudarán a disminuir la incertidumbre sobre los ingresos a la que usualmente están expuestos estos hogares.

Debe tenerse en cuenta que las fluctuaciones en los ingresos son en parte el resultado del elevado grado de precariedad laboral en la estructura ocupacional argentina. En efecto, las personas que se desempeñan en puestos de trabajo no registrados en la seguridad social enfrentan, en general, trayectorias laborales en las que se suceden episodios de ocupación y no ocupación. Alrededor del 40 por ciento de los hogares con niños o niñas de hasta 18 años se encuentran dentro del 20 por ciento más pobre de la población. En el 80 por ciento de estas familias los adultos tienen un empleo informal, por lo que no perciben asignaciones familiares, y por el que obtienen además bajos ingresos.

La mejora en la estabilidad de los ingresos permite una mejor organización de los presupuestos de los hogares. En efecto, cuando existe previsibilidad acerca de los ingresos futuros se alienta la toma de compromisos de más largo plazo que en contextos de incertidumbre son más difíciles de afrontar y sostener. Puede pensarse, por ejemplo, en gastos relacionados con la vivienda, como alquileres y pequeñas mejoras habitacionales, como en otras erogaciones relacionadas con la educación de los niños, salud y acceso a diversos tipos de servicios, entre otros. Evidentemente ello se halla supeditado también al nivel de ingresos.

Por su parte, la mejora de la equidad no es sólo un estado deseable en términos sociales, sino que además afecta positivamente el crecimiento económico y es, por lo tanto, doblemente un objetivo de política a alcanzar en sí mismo. Cabe recordar que la desigualdad tiende a incrementarse en momentos recesivos y que la reversión de ese deterioro no muestra necesariamente similar intensidad cuando la economía vuelve a expandirse.

Los efectos benéficos de la menor desigualdad sobre el crecimiento económico han sido ampliamente tratados en la literatura especializada, pero basta con mencionar una de las posibles manifestaciones de esta relación que está en línea con el objetivo de crecer con equidad, es decir, en forma simultánea. En sociedades con elevada concentración de los ingresos los más pobres pueden enfrentar dificultades para acceder a competencias laborales mínimas que les permita acceder a mejores puestos de trabajo. Ello puede ser el resultado de las barreras que estas personas tendrían que superar para el acceso una educación de calidad debido a diversos factores, por ejemplo, porque habitan en zonas segregadas espacialmente y/o porque no pueden financiar el acceso a mayores niveles educativos, mayores costos de transporte, entre otros. Ello repercutiría en bajos niveles de calificación de la fuerza de trabajo que a su turno pueden afectar negativamente el ritmo de crecimiento económico.

En suma, puede concluirse que la puesta en marcha de un sistema no contributivo de asignaciones familiares para una proporción importante de los hogares de más bajos ingresos tendrá efectos positivos sobre el bienestar de los hogares y sobre algunos mecanismos que operan estimulando el crecimiento de la economía. Debe señalarse, no obstante, que su generalización y la necesaria actualización de los montos de estas asignaciones para evitar la erosión de su poder de compra en contextos de inflación forman parte indisoluble del éxito que se pueda alcanzar con medidas de este tipo.

Fernando Groisman, experto en temas laborales Investigador Conicet UBA.



Discutir los postulados, por Facundo Barrera
A fines del mes de octubre el Gobierno lanzó en cadena nacional la Asignación Universal por Hijo para Protección Social (AUH), respondiendo a una demanda impulsada por diversos sectores de la sociedad, desde hace más de una década.

Existen pocas dudas acerca de que el plan no es universal, ya que los beneficiarios surgen de la definición de una “población objetivo”. Por otra parte, el Decreto Nº1602 que promulgó la AUH, sostiene que la solución estructural de la pobreza sigue afincada en el crecimiento económico y la creación constante de puestos de “trabajo decente”. De esta manera, la Asignación se entiende como una medida temporaria, hasta tanto tasas sostenidas de crecimiento resuelvan de manera concluyente las condiciones de pobreza y precariedad en la que vive una gran parte de nuestra sociedad. Por ende, tanto para sostener la necesidad de su real universalización, como para exigir su permanencia en el tiempo, se vuelve necesario discutir los postulados que existen detrás de la implementación de la medida.

Una lectura poskeynesiana (afín al diagnóstico gubernamental) sostiene la existencia de un problema de demanda efectiva insuficiente que podría resolverse a partir de incrementos en la inversión pública y/o privada, exportaciones, etcétera. La plena ocupación se alcanzaría mediante ajustes “autónomos” en la demanda efectiva, asegurando que la economía genere suficientes oportunidades de empleo. Siguiendo esta línea argumental, la actual política económica se dirigiría a que el equilibrio macroeconómico se oriente básicamente a la resolución del problema del desempleo: un tipo de cambio real elevado y estable permitiría aumentar la inversión y el empleo en las actividades comercializables internacionalmente (transables), lo cual mejoraría la distribución del ingreso y disminuiría los niveles de pobreza. Asimismo, la ampliación de la demanda de trabajo de la economía –reducción de los excedentes de oferta–, implicaría iniciar una trayectoria con “trabajo decente”, es decir, empleos registrados y bien remunerados.

Habiendo transitado el proceso de valorización del capital más exitoso de la historia económica reciente (2003-2008), con tasas de crecimiento promedio del Producto mayores al 8 por ciento anual, ¿cómo se entienden los sostenidos niveles de desocupación y subocupación que mantienen al 20 por ciento de la población económicamente activa con problemas laborales? ¿Cuándo podrán resolverse las condiciones de desprotección, inseguridad y abuso con las que convive uno de cada dos trabajadores producto de su ocupación informal? En definitiva, la pregunta radica en saber cuáles son los niveles de crecimiento y durante cuánto tiempo deberán sostenerse para que se cumpla el mencionado postulado gubernamental.

Existe una imposibilidad intrínseca a las características de acumulación de la economía capitalista periférica. En una economía dominada por el capital, tanto la dinámica del empleo de la fuerza de trabajo como las condiciones de contratación estarán ligadas a su “deber ser”: la generación de un excedente económico (plusvalor) por medio de la apropiación privada de una porción del valor socialmente creado. En el marco de la acumulación capitalista, el incremento del capital implicará aumentos en la masa de trabajo vivo (empleo) aplicado al proceso de producción. A medida que el trabajo se vuelve escaso, en el proceso de acumulación se hace cada vez más difícil extraer plusvalor a los trabajadores. El ritmo de crecimiento del Producto y del empleo caerá, mientras que mediante tendencias opuestas como incrementos en la productividad de la fuerza de trabajo, precarización laboral e incluso expulsión de trabajadores, se restablecerá una relación “adecuada” entre el capital y la población relativamente sobrante.

En consecuencia, el desempleo y la precarización de la vida –ampliada sustancialmente durante la década pasada y estructuralmente presente en la actualidad– son funcionales al proceso de acumulación actuando como instrumentos disciplinadores de la fuerza de trabajo, claves en la generación de plustrabajo y, por tanto, plusvalor y ganancia.

El capitalismo, sin embargo, da lugar a una serie de tendencias antagónicas y serán las fuerzas presentes en cada coyuntura histórica las que determinen la dirección final del sistema. Aunque las clases dominantes busquen aumentar los niveles de explotación hasta los límites históricos y sociales, las clases subalternas resistirán esos intentos al punto de dar pelea contra las condiciones sociales que hacen esa necesaria lucha.

En definitiva, la pugna por una asignación universal de carácter permanente se inscribirá como una reivindicación más de los sectores populares organizados, en el marco de una pelea mucho más amplia que involucra la recomposición de las condiciones de vida del pueblo trabajador.

* Lic. en Economía (UNLP). Especialista en Economía Política (Flacso). Miembro del Centro de Estudios para el Cambio Social.

fuente: pagina12.com.ar

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