Los muchachos dorreguistas

lunes, 31 de agosto de 2009

Dos veces en un muy corto lapso la Presidenta se comparó con Manuel Dorrego, malogrado gobernador de la provincia de Buenos Aires. Por: Marcelo A. Moreno.


En una ocasión trazó una rara analogía entre el brutal fin del jefe federal y lo que ella sufre o sufriría, que denominó como "fusilamiento mediático". En la otra ocasión, dijo que a Dorrego lo habrían ejecutado por su compromiso con los que menos tenían y su política de precios máximos.

Sorprende que la Presidenta nos comunique su adscripción a uno de los bandos que sostuvieron la más sangrienta guerra civil que padeció la Argentina. Definirse como federal hoy -como ser unitario- supone un extraño anacronismo.

También asombra que elija justo a una figura signada por el fracaso y la tragedia, cuando hay otras, más felices y venturosas que ofrece la historia argentina.

Pero, encima, Dorrego es un personaje en especial polémico. Repasemos algunos datos de su agitada biografía.

Belgrano -ese abogado que tuvo la pasmosa grandeza de improvisarse general- lo separa del Ejército del Norte por notoria indisciplina. Razones tenía: entre otras, el comandante Dorrego lo llamaba en público "el general babieca".

Cuando San Martín se hace cargo, lo echa del Ejército del Norte, a raíz de su pertinaz encarnizamiento con Belgrano.

En 1816 tiene una dura discusión con el Director Supremo respecto de su incorporación al Ejército de los Andes. Según Pueyrredón, Dorrego se niega a estar bajo el mando de San Martín. Según Dorrego, todo fue una jugada política. Lo destierran.

En el exilio se produce uno de los episodios más turbios de su vida: en Jamaica lo enjuician por piratería. El tribunal le cambiará la pena de muerte por la expulsión, considerándolo un bucanero.

Tras la caída del Directorio, vuelve y llega a acceder, brevemente, a la gobernación de Buenos Aires. Legislador por la facción federal opositora a Rivadavia, en 1825 es enviado como comisionado ante Bolívar. Le pide que sus ejércitos intervengan en la guerra contra Brasil, lo que no logra. Al despedirse, brinda con el lugarteniente bolivariano Antonio de Sucre "convidándolo a nuevas glorias". Al año siguiente la nueva gloria de su aliado Sucre consistirá en declarar la independencia de Bolivia, con lo cual la Argentina sufre una nueva amputación territorial.

Terminada la guerra con Brasil, cae Rivadavia, tras un tratado de paz oprobioso y, a través de elecciones, Dorrego es elegido otra vez gobernador en 1827. Pero al año siguiente reconoce la soberanía de Uruguay, el estado tapón creado por la diplomacia inglesa, con lo cual el país vuelve a ser mutilado.

Después vendrá el absurdo fusilamiento a manos de Lavalle.

Nadie afirmaría que Dorrego fue un traidor o un mero oportunista. Quizá fue el fiel reflejo de una época herida por pasiones sin razón, silencio de diálogo y desgarramientos sin nombre.

Al borde del Bicentenario, tomarlo como modelo parece una temeridad digna de Dorrego.

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